ABANDONO EMOCIONAL EN LA ADULTEZ: UNA HERIDA SILENCIOSA QUE AÚN HOY HABITA EN EL CUERPO, EN LA MIRADA Y EN LOS VÍNCULOS
Qué entendemos por abandono emocional (y por qué casi nunca se reconoce como tal)
Hay una confusión generalizada cuando nombramos el abandono emocional. Mucha gente imagina ausencia, negligencia extrema o una infancia marcada por episodios traumáticos evidentes. Pero la gran mayoría de historias que llegan a consulta no hablan de eso. Hablan de algo más sutil, más difícil de identificar y, en cierto modo, más difícil de legitimar: haber crecido en un entorno donde lo visible estaba “bien”, donde se cubrían necesidades básicas, donde nadie cuestionaría que “faltara algo”. Sin embargo, lo interno no encontraba un lugar. La experiencia emocional no tenía testigo. Nadie traducía lo que pasaba dentro. Nadie ofrecía contención cuando algo dolía o desbordaba.
Ese tipo de abandono no se vive como abandono porque no hay un hecho concreto al que agarrarse. Es una forma de crecer a solas aun estando rodeados de gente. Es aprender demasiado pronto que lo que sientes es inconveniente, que tus ritmos son un problema, que pedir es molestar o interrumpir, que tus necesidades siempre quedan “para después”. Y ahí se construye un aprendizaje silencioso: “si no necesito, no incomodo; si no incomodo, me quieren”. No es un razonamiento consciente. Es un acuerdo implícito con el entorno, una adaptación inteligente al clima afectivo familiar.
Pero para entender esto no podemos mirar solo al niño. Hay que mirar también al contexto: padres agotados emocionalmente, jornadas laborales interminables, familias sin red, guarderías saturadas, pantallas ocupando el lugar de la presencia, un sistema que exige productividad antes de permitir descanso. Un entorno donde la disponibilidad afectiva no es un recurso infinito. Donde muchos adultos aman profundamente a sus hijos, pero no pueden con todo. Donde la vida es tan acelerada que, sin querer, se delega la regulación emocional en el propio niño, como si ese fuera un proceso automático.
Cuando digo esto en consulta suelo ver un gesto de alivio. No es una crítica hacia los padres. Tampoco hacia la familia concreta. Es una crítica al sistema, a la estructura que tenemos, al ritmo inhumano que sostiene nuestra sociedad. Porque sí, los niños tienen necesidades; sí, dependen emocionalmente de sus adultos; sí, requieren regulación externa antes de poder regularse solos. Esto no es teoría del apego: es neurodesarrollo. Y eso implica presencia, resonancia, lectura del estado emocional, disponibilidad. Implica ese círculo de seguridad del que tanto hablamos pero que tan difícil es sostener en la práctica cotidiana cuando el adulto apenas puede con su propio cansancio.
Volviendo al niño: cuando la regulación no llega, cuando la presencia no está, cuando no hay resonancia ni traducción emocional, ese niño no aprende que “no importa”. Aprende algo más complejo: que para mantener la relación tiene que desaparecer un poco. Que ser él mismo completamente puede saturar al adulto. Que sentirse mal puede cansarlo. Que pedir es arriesgarse a que el otro no pueda. Y entonces ocurre ese fenómeno tan frecuente en adultos: personas que aprendieron a no necesitar para proteger el vínculo.
Y aquí es donde me interesa detenerme, porque esto no se explica con una frase. Es un proceso muy fino: un niño sensible nota que cuando expresa algo intenso, el adulto se tensa; cuando llora, el adulto se desconecta; cuando necesita, el adulto se irrita o se muestra sobrepasado. Y el niño, que es absolutamente dependiente del vínculo para sobrevivir, hace la única adaptación posible: se reduce emocionalmente para no perder al adulto. Baja la intensidad. Baja el volumen. Apaga partes de sí.
Ese “apagar” no es una elección. Es una estrategia de conservación del vínculo. Esa es la verdadera raíz del abandono emocional: no la ausencia del adulto, sino la renuncia del niño a sí mismo para conservar al adulto. Y cuando esa renuncia se repite día tras día, año tras año, se convierte en identidad. Por eso en la adultez cuesta tanto pedir, descansar, mostrarse vulnerable, confiar en que el otro podrá sostener, creer que uno merece ser acompañado sin ser un peso. Por eso, cuando la persona adulta recuerda su infancia y dice “no pasó nada malo”, suele estar diciendo una verdad incompleta: no pasó nada malo, pero tampoco pasó nada que ayudara a organizar el mundo interno. Y ese “no pasó nada” es, en sí mismo, una falta profunda de acompañamiento emocional.
Cuando el cuerpo recuerda lo que la mente no registra: neurodesarrollo, alerta y síntomas
Lo que la ciencia actual confirma —y lo que vemos en consulta cada día— es que esa renuncia afectiva temprana deja rastros en sistemas que aún no estaban preparados para funcionar solos. El niño que no recibe regulación externa intenta autorregularse como puede; pero su cuerpo no tiene la madurez suficiente. Así que se organiza como puede, con los recursos que tiene. Y esos recursos son adaptativos en la infancia… pero en la adultez se convierten en síntomas.
Aquí aparece el vínculo entre abandono emocional y neurodesarrollo: sin una presencia adulta estable que module las emociones, el sistema nervioso aprende a vivir en un estado de alerta sutil, constante, a veces silencioso. No es un trauma evidente, sino un clima. No es una escena, sino un patrón fisiológico. Schore, Siegel, Porges, Fonagy, Ruth Feldman… todos coinciden: sin co-regulación suficiente, la activación interna queda sin un otro que la organice. Y lo que no se regula afuera, se hiperorganiza adentro.
Por eso algunos adultos llegan con una mente brillante y un cuerpo agotado. Regulan con la cabeza lo que nunca pudieron regular con el cuerpo. Narran la vida con claridad, pero no pueden sentirla sin miedo. Otros llegan con una intensidad emocional que parece exagerada, pero en realidad es el eco de años de inconsistencia afectiva. El cuerpo aprendió que la presencia podía desaparecer, y ahora vigila para no volver a quedar solo. Otros llegan hiperindependientes, desconectados, confundiendo su distancia emocional con fortaleza, cuando en realidad es el mecanismo de protección más eficaz que encontraron. Y otros llegan exigidos por dentro, rígidos, esforzados, sosteniendo al mundo entero porque de pequeños descubrieron que así todo era más seguro.
Muchos no recuerdan nada especialmente duro; pero el cuerpo sí. Y lo que llega a consulta no es el recuerdo, sino la consecuencia: dificultad para confiar, ansiedad en lo vincular, miedo a descansar, incapacidad para pedir, resistencia a ser vistos, culpa por necesitar… un conjunto de respuestas que no nacen de la adultez, sino de una infancia donde la regulación era inestable y el niño tuvo que renunciar a partes de sí para mantener el vínculo con quienes más necesitaba.
Y por eso, cuando trabajamos abandono emocional, no estamos hablando de “traumas graves”, sino de algo mucho más cotidiano y más profundo: la ausencia de un otro que pudiera sostener la vida emocional antes de que uno pudiera sostenerla solo. Ese vacío, tan sutil que muchos ni lo reconocen, es el que más pesa en la adultez. Un adulto que sigue funcionando, muchas veces, de la manera que le ayudó a sobrevivir.
Veamos cómo se manifiesta el abandono emocional en la adultez: señales reales que veo en consulta
Las formas que generamos de adaptarnos a esta realidad —a esa falta de sintonía temprana, a esa alarma constante que nunca llegó a apagarse del todo— son muy variadas. Y a veces reducidas a etiquetas que no terminan de explicar nada. Conocemos el apego, sí; está en todas partes, en redes, en artículos, en manuales, en conversaciones. Y probablemente tú, que estás leyendo esto, ya hayas escuchado mil veces hablar de apego ansioso, evitativo, desorganizado… como si eso resumiera la vida emocional de alguien.
Pero cuando lo miro desde la clínica, desde lo que ocurre frente a mí, cuando una persona se permite mostrar su mundo interno con la honestidad que puede… lo que aparece no son estilos de apego, sino un sistema que en algún momento no tuvo suficiente seguridad. Un sistema que aprendió a calibrarse solo porque no tenía un otro consistente para hacerlo. Un sistema que se protegió como supo. Y por eso, aunque hablemos de teoría del apego, lo que yo veo en sesión no es solo la teoría: es el cuerpo intentando sobrevivir como aprendió hace décadas y un adulto que sufre.
Veo adultos que se acercan y se alejan sin entender por qué. Personas que desean confiar y, al mismo tiempo, sienten cómo su cuerpo se tensa en cuanto alguien cruza un umbral interno que ni siquiera sabían que existía. Dicen que quieren intimidad, pero cuando la intimidad aparece, algo dentro se activa: un nudo en el estómago, un bloqueo, un temor difuso que no encaja con la situación presente. No es incoherencia: es cuerpo. Es un sistema que aprendió hace mucho tiempo que la cercanía podía ser inestable y que el cariño no garantizaba disponibilidad. Y, aunque la mente del adulto diga “confía”, su fisiología aprende otra cosa: “prepárate”.
Veo exigencia disfrazada de fortaleza. Personas que llevan toda la vida sosteniéndose solas, convencidas de que esa capacidad para “poder con todo” es su mejor virtud. Pero cuando entramos un poco más adentro, lo que aparece no es fortaleza, sino un miedo enorme a fallar, a decepcionar, a ser una carga. Una especie de voz interior que repite: “si no lo hago perfecto, algo se rompe”. Lo que parece disciplina es en realidad un antiguo intento de asegurar vínculo. Hacerlo todo bien para no activar el cansancio del otro. Sostener más de lo que pueden porque de pequeños entendieron que si ellos aflojaban, nadie iba a venir a recoger lo que caía. Y, aunque hoy ya no sea así, el cuerpo no conoce la actualización.
Veo independencia que en realidad es miedo a ser vistos. Personas que se describen como autosuficientes, que dicen no necesitar tanto, que se sienten más cómodas gestionándolo todo solas. Pero basta observar cómo se tensan cuando alguien muestra afecto genuino o cuando surge la posibilidad de apoyarse en otro para notar que esa independencia tiene raíces distintas. No es convicción: es protección. Es el resultado de haber aprendido que mostrar una necesidad podía incomodar, desbordar o provocar la retirada emocional del adulto. Entonces, de adultos, eligen no necesitar antes que arriesgarse a sentir esa misma desregulación. Se protegen incluso del cuidado, porque el cuidado también les dio miedo.
Veo intensidad que no es “ser mucho”, sino no haber tenido nunca un espacio donde la calma fuese segura. Personas que, cuando sienten, sienten fuerte. Que se activan rápido, que aman rápido, que se angustian rápido. No porque tengan una sensibilidad excesiva ni porque “les vaya la intensidad”, sino porque su sistema nunca conoció la regulación externa prolongada. Para ellos, el estado basal de su cuerpo siempre fue algo elevado, una especie de vibración interna constante. No les enseñaron la calma; aprendieron a sobrevivir en la alerta. Y en la adultez, la calma les resulta tan desconocida que la confunden con vacío o con aburrimiento, mientras relacionan la activación con amor, con deseo, con conexión, sin darse cuenta de que esa activación es en realidad una vieja alarma encendida.
Veo también lo contrario: retraimiento, contención emocional, dificultad para sentir sin desbordarse. Personas que parecen neutras, templadas, estables… pero que, cuando se dan permiso para sentir un poco más, se encuentran con un terremoto interno. No es que no sientan: es que no tienen experiencia de sentir acompañados. Su cuerpo retuvo emociones sin metabolizar durante años, no porque nadie bloqueara nada a propósito, sino porque no existía un adulto que les ayudara a ordenarlas. Así que aprendieron a no sentir demasiado para no perder el control. Ahora, de adultos, cada vez que algo se mueve dentro, sienten miedo a desbordarse, como si su emoción fuera un animal que han mantenido a raya toda la vida.
Y veo otra cosa, aún más frecuente: personas que viven atrapadas en una oscilación constante entre la necesidad y la defensa. Quieren estar cerca, pero se asustan. Quieren distancia, pero se sienten solas. Quieren ser vistas, pero temen lo que esa visibilidad pueda significar. Quieren expresar, pero se avergüenzan. Quieren pedir, pero sienten culpa. Una especie de movimiento de péndulo que no se estabiliza. Y eso no es un problema de personalidad; es el efecto directo de haber crecido sin un referente estable que pudiera enseñarles cómo habitar la cercanía sin peligro.
En todas estas formas —la exigencia, la evasión, la intensidad, la contención, la independencia, la confusión, el vaivén emocional— lo que vemos es una alarma que el cuerpo del niño sostuvo solo y que, ahora, el cuerpo del adulto sigue gestionando como si todavía estuviera en el mismo contexto. Es una alarma que no habla con palabras, sino con gestos, tensiones, silencios, dudas, activaciones y retrocesos.
Eso es lo que veo a diario. No solo etiquetas diagnósticas. Ni estilos de apego memorizados. Ni personalidades disfuncionales.
Veo cuerpos inteligentes que hicieron lo que pudieron. Veo adaptaciones que un día salvaron a alguien. Veo estrategias que, aunque ahora causen dolor, nacieron del amor más profundo que un niño puede tener: el amor por mantener un vínculo cuando no había otra forma.
¿Existe la reparación? Sí y no. Lo que está claro es que no llega por promesas milagrosas: llega cuando el cuerpo puede permitirse existir sin traicionarse
La reparación no sucede por métodos milagrosos: sucede cuando el cuerpo puede vivir algo distinto, no cuando entiende la teoría. Aquí es donde quiero detenerme, porque si hay algo que cada vez veo más en consulta es la enorme confusión entre “sanar” y “corregir”, entre “hacer terapia” y “no sentir nunca más lo que duele”, entre “trabajar el trauma” y “eliminar las reacciones que no encajan con la vida adulta.
Vivimos en una época en la que parece que todo tiene que resolverse rápido: se habla de trauma en cada esquina, se venden promesas de transformación en seis sesiones, se ofrecen métodos y técnicas que aseguran procesar y liberar huellas profundas como si fueran un archivo que se cierra. EMDR, IFS, terapia somática, brainspotting… herramientas realmente valiosas cuando se utilizan con profundidad, rigor y conocimiento del sistema nervioso, pero peligrosas cuando se convierten en productos que se prometen como milagros. No son atajos ni garantías. Son herramientas al servicio de un proceso que es mucho más amplio, más relacional y más humano que cualquier protocolo.
Lo veo constantemente: adultos que llegan con un lenguaje perfecto, que se saben las teorías, que identifican su estilo de apego, que han hecho varios procesos previos, cursos de trauma, trabajo con “partes”, niña interior y todo el vocabulario actual. Personas que podrían explicar su vida con un esquema impecable y aun así viven completamente disonantes por dentro. Su cuerpo sigue reaccionando como si nada hubiera cambiado, pero la exigencia moderna de “ser coherente”, de “estar regulada”, de “no repetir patrones”, les hace sentir que están fallando, que no han hecho bien la terapia, que deberían haber sanado ya. Esa es la trampa: hemos convertido la sanación en una exigencia más, en otro mandato de funcionamiento, en otro ideal de perfección emocional que nadie puede sostener. La realidad es mucho más humilde y más profunda: la reparación ocurre cuando la persona puede vivir, en presencia de otro, algo que antes no existió. No cuando lo entiende, no cuando lo analiza, no cuando repite conceptos, no cuando alguien le promete que “liberará su trauma” en una sesión, sino cuando su cuerpo registra —lentamente, con cautela, a veces con resistencia— que la experiencia que está ocurriendo ahora es diferente a la antigua, que su reacción puede ser la de siempre pero el contexto ya no es el mismo.
En consulta, eso se ve en cosas muy concretas: cuando alguien dice “no sé por qué me estoy emocionando” y puede dejar que ocurra sin pedir perdón, cuando una persona que ha amado toda la vida desde la intensidad se permite estar en calma y comprobar que el vínculo no desaparece, cuando alguien que siempre ha huido de la intimidad nota que puede acercarse un poco más sin desconectarse por dentro, cuando quien pedía desde la angustia empieza a pedir desde un lugar más encarnado, menos desesperado, cuando alguien que siempre sostuvo todo permite que yo sostenga una parte, aunque sea mínima. Todo eso es reparación, porque deja una huella experiencial nueva: el cuerpo aprende que puede encargarse de menos, que no tiene que anticiparlo todo, que no necesita reducirse para preservar la relación. Y ninguna técnica del mundo puede provocar eso si no hay un vínculo real que lo sostenga.
Por eso el vínculo terapéutico importa tanto. No porque suene bonito decirlo, sino porque para muchas personas es la primera vez que pueden estar sintiéndose sin ser corregidas, sin ser juzgadas, sin ser abandonadas, sin ser interpretadas antes de tiempo. Es el lugar donde uno puede volver a experimentar ritmo, resonancia, diferencia entre activación y amenaza, entre vulnerabilidad y exposición. Yo cuido esto con mucho respeto, los que estáis en consulta conmigo ya lo sabéis, lo cuido más que cualquier técnica. Lo cuido en los silencios, en cómo respondo a un gesto, en cómo sostengo la mirada cuando veo que alguien se está protegiendo, en cómo digo “estoy aquí” sin invadir ni apretar. Lo cuido cuando noto que la respiración cambia y no presiono para avanzar, cuando alguien se aleja un poco y en vez de leerlo como resistencia lo leo como protección, cuando aparece una reacción que no cuadra con el relato y podemos nombrarla sin juicio. Trabajamos el cómo actúa, lo que hace en el presente, cómo se coloca en el vínculo conmigo, pero no desde la corrección moral, sino desde la conciencia: “esto que haces ahora, esta forma de retirarte, de tensarte, de anticipar, tiene una historia”. La terapia se convierte en un espacio donde alguien puede traer sus versiones más torpes, más asustadas, más contradictorias y comprobar que no pierde el vínculo por ello.
Para muchos, la experiencia terapéutica es también encontrarse, quizá por primera vez de forma constante, con una figura que les ofrece seguridad, apoyo, una mirada compasiva, límites claros, cariño y respeto a la vez. Y no porque yo sea una figura ideal, sino porque mi tarea es sostener un tipo de presencia que quizá ya estuvo en sus vidas en otros momentos —una profesora, una amiga, una pareja, una tía, alguien que apareció de forma breve— pero en aquel entonces su sistema no estaba preparado para recogerlo del todo. La reparación también pasa por eso: por poder acoger ahora lo que en otro momento no se pudo integrar, por dejar que esa experiencia de ser visto sin exigencia vaya calando hacia dentro. La seguridad interna no se encuentra en un día ni en una sola intervención; se va construyendo a base de muchas experiencias pequeñas en las que la persona reacciona como siempre… y aun así algo distinto ocurre. Comienza a sentir que puede confiar un poco más en su propio criterio, en sus sensaciones, en sus señales internas. Que puede reaccionar como reaccionó siempre, pero ahora con alguien al lado, con otra lectura, con otra forma de estar.
La reparación existe, no como promesa mágica, sino como un proceso lento y muy concreto en el que el cuerpo aprende, poco a poco, que ya no tiene que traicionarse para estar en vínculo. Y eso, cuando ocurre, no se parece nada a un milagro; se parece más a una verdad que por fin encuentra sitio.