Cómo salir del agotamiento extremo: guía práctica para reconectar con tu energía y bienestar
A veces no podemos más y sentimos que nos desconectamos de todo. Este diario semanal te acompaña para reconocer cómo se vive el agotamiento extremo, explorar lo que toca en tu cuerpo, emociones y relaciones, y dar pasos pequeños para reconectar contigo misma.
En la primera parte de este diario hablamos de un modo supervivencia muy visible y normalizado: el de la hiperactivación, ese estado en el que parece que nunca podemos parar. El cuerpo en alerta constante, la mente que corre, la exigencia de estar siempre rindiendo. Muchas personas se reconocen en esa prisa y en esa dificultad para bajar un poco el ritmo, de vivirse sin culpa… El reflejo de esta conciencia está en nuestra era: estamos creando retiros, momentos y rutinas de “autocuidado”, venerando el tiempo libre y las pausas.
Pero no siempre la supervivencia se expresa corriendo más rápido. A veces ocurre lo contrario: el cuerpo, agotado de tanto sostener, se apaga. Y entonces ya no hablamos de velocidad, sino de lentitud, de vacío, de una desconexión que no siempre se entiende desde fuera.
Ese estado también es supervivencia. También es el cuerpo intentando protegernos, aunque lo vivamos con incomodidad, culpa o confusión. No es un error, no es pereza, no es un fallo personal. Es un mecanismo profundo que se activa cuando no queda otra salida.
Hoy quiero que entremos juntas en este otro extremo de la balanza, que suele ser menos visible pero igual de frecuente en las consultas: el apagamiento, la rendición, el colapso. Y lo que llamamos: depresión por agotamiento.
II. El arquetipo del apagamiento
En la teoría polivagal, este estado se llama dorsal vagal. Es una respuesta arcaica de nuestro sistema nervioso que aparece cuando la amenaza —o la sensación de no poder— es tan grande que no sirve luchar ni huir. La única opción que queda es desconectar: bajar la energía, entumecerse, aislarse, minimizar los estímulos.
Desde fuera, este estado es comparable al de una persona que atraviesa una depresión. Puede verse como apatía. Incluso puede ser juzgado como flojera o falta de voluntad. Pero en realidad, es un estado corporal de autoprotección. Es como si el sistema nervioso dijera: “Ya no puedo pelear más, necesito apagarme para sobrevivir.”
El arquetipo del apagamiento se reconoce en frases que escucho (y quizá te reconozcas en ellas):
“Estoy cansada todo el tiempo, aunque duerma.”
“Me cuesta arrancar por la mañana, es como si pesara toneladas.”
“Nada me interesa, ni siquiera las cosas que antes me daban alegría.”
“Siento que estoy en piloto automático, desconectada, como si mirara mi vida desde fuera.”
Son frases de alguien que ha sostenido demasiado, durante demasiado tiempo. Y cuando el sistema ya no puede seguir, se apaga.
Pero es clave entender que este estado no surge en el vacío. No es solo tu historia individual. También habla de un contexto social y político que nos lleva al límite. Vivimos en una cultura que idolatra el hacer, la productividad y la autoexplotación. Un sistema que premia estar siempre disponibles, rindiendo, funcionando… y que invisibiliza o castiga el descanso.Veréis que a lo largo de mi Blog no dejo de hacer mención al sistema y a nuestro contexto socio-cultural. Porque somos seres interdependientes, tejidos en redes, y lo que nos enferma muchas veces no está solo dentro de nosotras, sino en el sistema que habitamos. Eso implica que la salud y, entre ellas, la salud mental, debe mirarse, cuidarse y prevenirse desde la mirada bio-psico-social.
No es casualidad, entonces, que hablemos de epidemias de ansiedad, depresión, burnout. El colapso se hace visible en las cifras: aumento de bajas laborales por agotamiento, proliferación de diagnósticos psiquiátricos, medicalización masiva con ansiolíticos, hipnóticos, antidepresivos. El síntoma no es solo individual, también es cultural y político.
III. ¿Cómo se vive el apagamiento?
A Irati la conocí en un momento en el que, desde fuera, nadie habría dicho que “le pasaba algo grave”. Seguía yendo a trabajar, cumplía con su familia, incluso sonreía de vez en cuando en reuniones. Pero por dentro, me confesaba, sentía que estaba desapareciendo poco a poco.
“Es como si ya no quedara nada de mí”, me decía.
No era cansancio de un día, ni un bache pasajero. Era más hondo: tocaba la raíz de su identidad. Irati recordaba cómo antes se reconocía como una persona creativa, curiosa, con mil ideas. Ahora, en cambio, al mirarse, sentía un hueco: “ya no sé quién soy cuando no tengo fuerzas ni para leer un libro, ni para salir a caminar”.
Lo mismo ocurría con sus relaciones. Tenía gente cerca, pero se sentía aislada. “Me pesan los mensajes en el móvil. No es que no quiera contestar, es que no me sale. Y luego me culpo, porque pienso que me estoy alejando de todo el mundo”. El apagamiento la volvía silenciosa, y en ese silencio, crecía la vergüenza de sentirse “mala amiga, mala hija, mala compañera”.
En su memoria y en su percepción del tiempo todo se hacía borroso. Los días parecían repetirse, como una película en bucle: trabajo, casa, cama. “A veces no recuerdo qué hice ayer… todo es igual. Es como vivir bajo una niebla”.
Los hobbies y placeres que antes la nutrían habían perdido su brillo. La guitarra, que siempre fue su refugio, llevaba semanas cogiendo polvo en un rincón. La música, que antes le abría el pecho, ahora le resultaba indiferente. “Me miro y pienso que he dejado de ser yo. Que ya no hay nada que me mueva.”
Y detrás de todo esto estaba el golpe más fuerte: la estima. Irati se castigaba a sí misma. Se repetía que era vaga, que no tenía fuerza de voluntad, que debería estar mejor. “No valgo nada, ni siquiera soy capaz de hacer lo básico.” Cada juicio interior era una herida que se sumaba al agotamiento, hundiéndola más en la sensación de vacío.
El apagamiento, así, no era solo una bajada de energía. Era una fractura invisible que atravesaba cada capa de su vida: su cuerpo, su historia, sus vínculos, su valor propio.
VI. Un cuaderno de reconexión: pequeños pasos en medio del apagamiento
Sé que todo esto que hemos ido nombrando puede sentirse abrumador. El apagamiento no es un lugar sencillo: toca la identidad, erosiona la estima, enreda las relaciones, distorsiona la memoria y vacía los hobbies que antes daban vida. Y si mientras leías a Irati has sentido un eco dentro de ti, quiero decirte algo claro: no estás sola.
Lo que te pasa no es un fallo personal, no es falta de carácter ni debilidad. Es una respuesta natural de tu sistema nervioso, en un contexto cultural que muchas veces empuja hasta romper. Y aunque la salida nunca es solo individual —porque necesitamos transformar también lo colectivo—, sí podemos abrir espacios de cuidado propio que nos devuelvan poquito a poco la sensación de estar presentes en nuestra vida.
Por eso hoy quiero proponerte algo sencillo: un cuaderno de reconexión.
Quizá ya has oído hablar de journaling —esa práctica de escribir para mirarse hacia dentro—, pero aquí no lo planteo como un reto de productividad ni como otra exigencia más. Lo que te propongo es un espacio íntimo y compasivo, donde anotar cómo estás, qué notas en tu cuerpo y qué pequeñas cosas pueden ayudarte a salir, con suavidad, del modo supervivencia.
Este cuaderno no pretende solucionarlo todo, pero sí puede ser un primer gesto: bajar un poco el ruido, recuperar el contacto contigo misma y recordar que aún en el apagamiento hay vida latiendo dentro.
Te dejo entonces un pequeño ejercicio, para que vayas tachando, escribiendo y probando a lo largo de una semana. Hazlo a tu ritmo, sin obligación. Que sea una invitación, no una carga.
Diario de Reconexión – 7 días para empezar a salir
No busques cumplirlo perfecto. No es un reto ni una meta. Es una invitación a estar contigo de otra manera, con ternura y sin exigencia.
Día 1 – Poner nombre
Escribe cómo te sientes hoy, aunque no sepas explicarlo bien.
Deja que aparezcan palabras sueltas, imágenes, o incluso garabatos.
No hace falta que tenga sentido: basta con que te refleje.
Día 2 – Respirar un poco de espacio
Regálate tres minutos de pausa para sentir la respiración.
No intentes cambiarla: solo observa cómo entra y sale.
Anota después: ¿qué me pide mi cuerpo en este momento?
Día 3 – Habitar el cuerpo
Elige un gesto pequeño que te devuelva a tu cuerpo:
estirarte como al despertar, tocar una tela suave, o sentir el calor de tus manos.
Anota dónde percibes tensión o vacío.
Día 4 – Un ritual mínimo
Prepara una bebida caliente o una comida sencilla con plena atención.
Saborea, huele, toca.
Escribe una frase de cuidado que quieras recordarte hoy.
Día 5 – Mirar hacia fuera
Si puedes, pasa un rato en contacto con algo natural: una planta, el cielo, un árbol, el agua.
Describe tres detalles que observes.
¿Cómo se siente tu cuerpo después?
Día 6 – Contacto humano
Piensa en alguien con quien te sientas segura o acogida.
Si puedes, comparte unas palabras con esa persona.
Si no, escribe una carta (que no hace falta enviar).
Día 7 – Nombrar lo valioso
Haz una lista de tres cosas pequeñas que has sostenido o logrado esta semana, aunque te parezcan mínimas.
Da las gracias a tu cuerpo por seguir aquí.
Date un gesto simbólico de cariño: una flor, una vela, un descanso.
Contesta a las siguientes preguntas:
No busques responder a todas de golpe. Elige una o dos y explóralas con calma.
¿Cómo se siente mi cuerpo cuando estoy en este estado de apagamiento? ¿Qué señales reconozco?
¿Qué historias me cuento sobre mí cuando no tengo energía
¿Qué aprendí en mi entorno sobre descansar, parar o pedir ayuda
¿Qué parte de mí se castiga cuando no puedo con todo?
¿Cuándo recuerdo haberme sentido así por primera vez? ¿Qué pasaba en mi vida entonces?
¿Qué necesito escuchar hoy de mí, aunque no lo crea del todo?
¿Qué cosas pequeñas me han dado calma o chispa en el pasado y podría probar ahora, sin presión?
¿Qué parte de mí está pidiendo ser vista y cuidada en este momento?
Si alguna de estas prácticas o preguntas resuena contigo, guárdala como semilla. No se trata de hacerlo todo, sino de recordarte que hay caminos de vuelta. Aunque el apagamiento pese, no eres el apagamiento. Dentro de ti sigue latiendo la posibilidad de conexión, poco a poco, a tu ritmo.
Te mando un abrazo.