Fobia Social

Miremos lo que es la fobia social desde una historia emocional.

Maitane Goicoechea

6/2/20256 min read

people walking on grey concrete floor during daytime
people walking on grey concrete floor during daytime

Hay personas que disfrutan de los espacios tranquilos. Se sienten cómodas en la introspección, en las conversaciones íntimas, en el ritmo pausado que les ofrece la soledad elegida. No se esconden del mundo, pero no necesitan del ruido ni del contacto constante para sentirse vivas. Se recargan en espacios donde no hay exigencia de exposición. Y eso está bien. A eso lo llamamos introversión: un rasgo más de la diversidad con la que habitamos lo humano.

Sin embargo, no todas las personas que evitan el contacto social son introvertidas. Algunas han aprendido a hacerlo como una forma de protección. Lo que desde fuera parece timidez o preferencia personal, a veces es una herida que no se ve. Un miedo que se ha quedado sin palabras, pero que actúa desde el cuerpo. Cuando estar con otros no agota por lo que sucede fuera, sino por la tensión interna que se vive al estar presente, tal vez no hablamos de un rasgo, sino de una forma de sobrevivir.

En consulta es habitual que muchas personas lleguen creyendo que su dificultad está en no saber relacionarse. Dicen que no tienen habilidades sociales, que no se sienten cómodas en grupo, que suelen evitar espacios donde podrían ser el centro de atención. Pero cuando se les ofrece un espacio donde pueden revisar su historia con calma y sin juicio, comienzan a surgir otros matices. No es que no sepan hablar. Es que se sienten observadas al hacerlo. No es que no les guste compartir. Es que hay algo dentro que les susurra que si lo hacen, pueden ser ridiculizadas, corregidas, dejadas de lado.

La ansiedad social no nace porque sí. A menudo es la consecuencia de experiencias relacionales tempranas en las que mostrarse tal como una era no resultó seguro. Quizá fueron pequeñas humillaciones en el colegio, burlas sutiles, miradas que desvalorizaban. O quizás fueron contextos más invisibles, donde simplemente no había lugar para expresarse, donde la espontaneidad no era bienvenida y el silencio era la forma de mantenerse a salvo. A veces no fue lo que se dijo, sino lo que no se dijo. No fueron los gritos, sino la falta de validación emocional, la imposibilidad de sentir que una tenía un lugar legítimo desde donde existir tal como era.

Con el tiempo, estas vivencias se van instalando como verdades internas. Se construyen creencias del tipo "si hablo, me equivocaré", "si muestro cómo me siento, me dejarán de lado", "si me expreso, molesto". El cuerpo, que guarda la memoria emocional incluso cuando la mente no puede recordarla, empieza a anticiparse. La interacción social se convierte en un espacio lleno de amenazas potenciales: qué digo, cómo lo digo, si lo digo bien, si no estoy haciendo el ridículo. Esta hiperalerta se instala sin descanso, y cada encuentro con el otro requiere tal esfuerzo que, al terminar, lo único que queda es agotamiento.

A nivel interno, también se activan partes que buscan protegernos. Una parte complaciente que trata de gustar a todo el mundo. Una parte controladora que analiza cada palabra antes de decirla. Otra crítica que, tras cada conversación, repasa lo que se ha dicho buscando fallos. Y una parte evitadora que decide que lo mejor es no exponerse, porque así al menos se evita la angustia. Estas partes no son el problema. Son la forma que el sistema ha encontrado para no volver a pasar por lo mismo. Son adaptaciones que un día tuvieron sentido. Pero con el paso del tiempo, vivir desde ahí puede generar sufrimiento.

Y aquí sucede algo importante que a menudo no se nombra: evitar parece aliviar. No ir, no mostrarse, no hablar. La evitación se vuelve una solución inmediata al miedo. Y en efecto, en el momento se siente como un descanso. El cuerpo deja de estar en alerta, no hay riesgo, se gana en tranquilidad. Pero esa aparente paz tiene un coste. Porque en esa evitación también dejamos de vivir experiencias reparadoras. Nos quedamos solas con la sensación de que el mundo es peligroso, y con el tiempo, esa evitación refuerza la idea de que no somos capaces. De que algo en nosotras está defectuoso.

Así se empieza a gestar una identificación con la vergüenza. Una fusión con esa idea de que no solo hemos hecho algo mal, sino que somos el error. Aparece la culpa no elaborada, esa sensación persistente de ser inadecuadas, de molestar, de estar fuera de lugar. Dejamos de diferenciar entre lo que sentimos y lo que somos. Y sin darnos cuenta, construimos una autoimagen basada en el defecto.

He escuchado muchas veces en sesión frases como: “Siento que ocupo espacio de más”, “Seguro piensan que soy tonta”, “Después de hablar con alguien, me siento sucia por dentro”. Y lo que hay detrás de esas frases no es fragilidad. Es memoria. Es cuerpo tratando de entender por qué algo tan humano como hablar o vincularse genera tanto malestar.

La culpa se vuelve compañera de rutina. Culpa por no ir a una reunión. Culpa por hablar demasiado. Culpa por hablar poco. Culpa por decir que no. Culpa por decir que sí. Y en esa maraña de autovigilancia, el deseo de pertenecer queda atrapado. Porque una parte de ti sigue queriendo contacto, pero otra ha aprendido que el precio es demasiado alto.

El problema no es que no sepamos estar con otros. El problema es que hemos aprendido que para estar, tenemos que dejar partes de nosotras fuera. Y eso duele. No tanto porque los demás nos rechacen, sino porque ya hemos empezado a rechazarnos a nosotras mismas antes de que ocurra. La vergüenza, cuando no ha podido ser sostenida en un vínculo seguro, se convierte en una forma de autoexclusión. Dejamos de confiar en que mostrar lo que somos sea bien recibido. Y empezamos a actuar, a interpretar un personaje que sabemos que funcionó alguna vez. Aunque dentro, la soledad se haga cada vez más densa.

Y aquí aparece lo que podríamos nombrar como vergüenza tóxica. Esa forma de vergüenza que ya no sólo se activa cuando algo externo ocurre, sino que se instala como una identidad. No es que haya vergüenza por algo que pasó, sino que se vive desde la creencia de que yo soy vergonzosa, yo soy el error. Esta vergüenza no se experimenta como emoción pasajera, sino como un estado continuo de insuficiencia. Infiltra los pensamientos, contamina los vínculos, impide pedir ayuda. Y muchas veces, no se reconoce como tal, porque se ha vuelto parte del paisaje interno.

La vergüenza tóxica nos lleva a construir una vida desde la contención. No mostramos alegría, no mostramos rabia, no pedimos, no ocupamos espacio. Nos especializamos en hacernos pequeñas. Y desde ahí, no hay vínculo real posible. Porque si para estar con otros necesito esconder lo que soy, tarde o temprano algo dentro de mí empezará a doler.

Por eso, sanar no implica "aprender a socializar mejor". No se trata de forzarse a hablar más, de exponerse sin sostén, ni de desarrollar estrategias para "encajar". Sanar es otro camino. Es un proceso de volver a habitarse sin tener que dividirse. Es la posibilidad de reconstruir el vínculo con el propio cuerpo, con la propia voz, con la propia historia. Es aprender a tolerar la vergüenza sin tener que esconderla, y poco a poco, dejar de vivir desde ella. Es construir un espacio interno donde poder estar, sin la necesidad de ponerse una máscara cada vez que se entra en relación.

En este recorrido, muchas veces será necesario sostener espacios terapéuticos donde lo que no pudo ser validado encuentre un lugar. Donde el miedo pueda ser visto sin ser anulado. Donde el cuerpo pueda experimentar otra forma de presencia: sin tensión, sin juicio, sin exigencia. Y eso no se logra con explicaciones, sino con experiencia sentida. Porque muchas de las personas que viven con ansiedad social no necesitan que les digan que todo está bien. Necesitan sentir que pueden estar mal… y que eso también está bien.

El trabajo terapéutico en estos casos no apunta a corregir una supuesta dificultad, sino a devolver sentido a lo que pasa. A mirar lo que una sintió sin invalidarlo. A entender que lo que hoy genera ansiedad no es un defecto, sino un reflejo de una historia en la que faltó validación. Y que cuando el dolor se comprende, deja de necesitar gritar tan fuerte.

Si alguna vez te has sentido torpe, invisible, incómoda por ser quien eres en presencia de otros; si te has callado por miedo a equivocarte o has fingido seguridad cuando por dentro temblabas, quiero que sepas que eso también tiene un sentido. Y que no estás sola. No estás rota. Estás tratando de sobrevivir con las herramientas que tu historia te dejó. Pero ahora, quizás, ya no necesitas vivir siempre desde ahí. Quizás ahora puedes empezar a acompañarte desde otro lugar.

Uno donde no tengas que dejarte fuera para poder estar.