¿Por qué no sabemos descansar? Agotamiento, estrés y la trampa de la productividad

Posponemos el descanso, convencidos de que siempre habrá tiempo después. Pero el estrés crónico y el agotamiento no esperan. ¿Por qué nos cuesta tanto parar y qué hay detrás de esta trampa de la productividad?

Maitane Goicoechea, Psicóloga en Donostia

2/14/20253 min read

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¿Cuándo descansar?

Siempre mañana. Siempre después. Cuando termine el proyecto, cuando pase este pico de trabajo, cuando llegue el fin de semana, las vacaciones, la jubilación. Nos convencemos de que el descanso es un premio, algo que hay que merecerse. Mientras tanto, seguimos adelante, caminando con zapatos dos tallas más pequeños, diciéndonos que el dolor es temporal y que ese sacrificio de ir prietos valdrá la pena por la sensación de alivio que sentiremos al quitárnoslos.

Jorge Luis Borges tiene un cuento breve sobre un hombre que hace un sacrificio en nombre de los dioses: deja de comer, de dormir y de vivir con la promesa de que en el futuro será recompensado. Pero cuando el futuro llega, descubre que su vida se ha consumido en la espera. ¿No es eso lo que hacemos con el descanso? Lo diferimos como si fuera un lujo y no una necesidad.

Nos contamos historias para posponerlo. “Aguanta un poco más.” “Después habrá tiempo.” “Si paro ahora, pierdo el ritmo.” Y así, como en el cuento de Borges, sacrificamos el presente en nombre de un futuro donde, supuestamente, todo será más fácil. Pero cuando el futuro llega, siempre hay otro objetivo, otro correo pendiente, otra obligación que atender.

Tras la duda de saber cuándo descansar, están nuestras creencias, nuestro marco de referencia y de significado: ¿qué valor tiene el producir para mí? En la sociedad actual, nos hemos hecho a la idea de que descansar es improductivo. Peor aún: nos hemos convencido de que descansar es un fracaso moral. Como si tomarnos un respiro significara ser menos ambiciosos, menos comprometidos, menos válidos. En estos casos, les pregunto a mis pacientes: ¿cómo vivirías si no tuvieses que producir ni trabajar todo el tiempo? ¿Cómo sería si pudieses hacer las cosas sin que la culpa acechase?

De alguna manera, nuestro sentido, nuestra identidad, nuestra existencia, la estamos encuadrando en función de lo que producimos, de lo que logramos.

Y lo preocupante es que, muchas veces, posponemos el descanso hasta que ya es tarde. La compulsión de hacer, de seguir adelante, nos arrastra hasta el punto en que el cuerpo nos obliga a detenernos. Es lo que en psicología llamamos carga alostática: el estrés sostenido en el tiempo que nos lleva al agotamiento total. No paramos por decisión propia, sino porque el cuerpo colapsa. Nos encontramos de frente con la ansiedad, con la niebla mental, con la depresión por agotamiento. Y entonces entendemos, muchas veces demasiado tarde, que descansar no era opcional.

Lo que observo es que detrás de la idea de descansar nos colocamos ante una gran trampa: cuando al fin paramos, no sabemos cómo hacerlo. ¿A qué me refiero? A que descansar se ha convertido en una actividad más que debe ser efectiva. Hay que dormir bien para rendir mejor, hay que hacer mindfulness para ser más productivos, hay que tomarse vacaciones para volver con más energía al trabajo. Incluso el descanso ha sido absorbido por la lógica del rendimiento. No nos detenemos para ser, sino para seguir.

Digamos que, nunca es suficiente. Y así, en la búsqueda de optimizar cada minuto, nos desconectamos de lo más básico: de nuestro cuerpo, de nuestras emociones, de la sensación real de cansancio. Nos acostumbramos tanto a ignorarnos que ni siquiera sabemos qué significa estar bien.

Y aquí está la paradoja: descansamos no para recuperarnos, sino para seguir funcionando. Nos permitimos parar solo si eso garantiza que después volveremos a producir más y mejor. Como si el descanso tuviera que justificarse con resultados.

Entonces, ¿cómo saber cuándo descansar?

Quizás la pregunta correcta no sea cuándo, sino para qué.

Porque si seguimos pensando que el descanso es solo un medio para rendir mejor, nunca vamos a detenernos realmente. ¿Y si en lugar de preguntarnos cuándo parar, empezáramos a preguntarnos cómo volver a habitarnos?