"Ya no puedo más": la carga invisible que muchas mujeres sostienen

Cuando el cuerpo y el alma colapsan, no es debilidad, es un mensaje claro: algo necesita transformarse. Este texto es una invitación a mirar con más compasión el peso que muchas mujeres han heredado al ocupar el rol de cuidadoras, y a abrir espacio para una forma de estar más libre, genuina y sostenida en el propio deseo

Maitane Goicoechea

5/4/20254 min read

a black and white photo of a woman teaching children
a black and white photo of a woman teaching children

"Ya no puedo más".

Así me lo dijo María, con la mirada baja, la voz rota y el cuerpo tenso de tanto sostener. No era la primera vez que escuchaba esa frase en consulta, pero sí era una más de esas veces en que me confrontaba con el peso invisible que muchas mujeres llevan sobre los hombros. María no estaba sola. Su historia, como la de tantas otras, es la expresión viva de un malestar profundo, heredado, normalizado y apenas visibilizado: la sobrecarga emocional, mental y física de sostener todo... y a todos. Había llegado a un punto de colapso. No por un evento concreto, sino por el acumulado silencioso de años de hiperexigencia, de poner a otros primero, de no escuchar su propio cuerpo ni sus necesidades. María vivía una constante contradicción: una parte suya gritaba por ser escuchada, por descansar, por cuidarse; mientras otra —la que siempre fue "la niña buena", la que complace, la que se hace cargo— seguía tomando el control para mantener una falsa paz. Lo curioso (y doloroso) es que esta historia se repite.

Las mujeres que llegan a consulta comparten, una tras otra, un mismo relato: el de haberse anulado en nombre del cuidado. El de haber asumido un rol —el de cuidadoras universales— que les fue dado como mandato desde la infancia. Este mandato no nace de la nada. Es la herencia transgeneracional de madres y abuelas que también se sacrificaron. Pobrecita mi madre, me decía María, que nunca se permitió el placer. Y mi abuela, que vivió en un duelo perpetuo, cumpliendo con lo que se esperaba de ella. El sistema lo refuerza. A las mujeres se les enseña, aún hoy, que lo valioso es el altruismo, la entrega, el no fallar nunca. Y aunque el discurso contemporáneo hable de independencia, éxito y autosuficiencia, el rol de cuidadoras no ha sido desmontado, sólo se ha maquillado. Ahora se nos exige hacerlo todo: cuidar, criar, liderar, trabajar, estar guapas, ser fuertes, no quejarnos. Todo, sin red de apoyo. Todo, sin soltar ninguna de las tareas anteriores.

La autonomía se convierte así en una trampa: se nos vende como libertad, pero muchas veces se vive como soledad. Y luego viene la culpa. Porque cuando una mujer, como María, empieza a escuchar su propia voz y se permite sentir rabia, aparece esa culpa profunda que le recuerda que su valor estaba en ser útil, en ser buena, en cumplir. Esa máscara de perfección, que la protegía del rechazo o del abandono, ahora le pesa, pero quitarla da miedo. Porque detrás de esa máscara también hay heridas: la del vacío, la de no ser suficiente, la del miedo a no ser amada si deja de cumplir.

Pero no siempre resulta fácil reconocer este patrón en nuestra historia. Muchas veces no hay un momento claro, un punto de quiebre, ni una escena dramática que lo evidencie. De hecho, es común que algunas mujeres duden al leer relatos como el de María: "Yo no lo viví así", "En mi familia no fue tan extremo", "Mis padres me cuidaron, no me exigieron". Y puede ser cierto. Esto no va tanto de lo que te dijeron explícitamente, sino de lo que aprendiste en silencio. De lo que se validó. De lo que se premió con afecto o reconocimiento. De lo que se esperaba de ti aunque nadie lo nombrara. De lo que no se permitió, de lo que se calló, se ridiculizó o se tabú-tizó.

A veces, la herencia no se transmite en palabras, sino en gestos, en climas emocionales, en ausencias. En lo que no se cuestionó. En lo que una niña observó mientras crecía y concluyó —con esa sabiduría de supervivencia— que para ser querida debía hacer, cumplir, ordenar, no molestar, cuidar, brillar sin opacar, sacrificarse con buena cara.

Aquí es donde te propongo, con cariño, detenerte y preguntarte:

  • ¿Cómo era mi madre en su forma de estar en el mundo?

  • ¿Y mi abuela? ¿Qué espacios se permitía habitar? ¿Qué emociones mostraba?

  • ¿Qué actitudes eran premiadas o valoradas en las mujeres de mi entorno?

  • ¿Qué mensajes recibí en el colegio, en la televisión, en los cuentos que me contaron?

  • ¿Dónde aprendí que ser fuerte era no necesitar nada?

  • ¿Cuándo empecé a creer que si me esfuerzo más, por fin todo estará bien?

No se trata de buscar culpables, sino de poner luz en esos hilos invisibles que han tejido tu forma de estar en la vida. Comprender el sistema familiar, social y cultural del que venimos es el primer paso para poder desarmar esas lealtades silenciosas. No para traicionarlas, sino para transformarlas.

Es tan necesario acercarnos a estas preguntas no con juicio, sino con ternura... La conciencia duele. Pero también libera. Porque solo desde ahí, desde el reconocimiento profundo de lo aprendido y lo sostenido, podemos empezar a elegir distinto. Porque lo que hoy nos duele, en su momento fue adaptativo. Fue una estrategia para pertenecer, para evitar el conflicto, para mantener el amor. Y eso merece respeto.

Si algo de esto resuena en ti, te abrazo y te acompaño, no estás sola. Dejar que esto que vives se abra, un poco aunque sea, en el aquí y en el ahora es un paso muy valioso que te estás permitiendo.

No estás fallando.
Tal vez solo estés empezando a despertar.