Violencia de género: cómo el amor se transforma en control y manipulación emocional
La violencia de género no empieza con golpes, sino con control disfrazado de amor, gaslighting y anulación emocional. Descubre cómo se vive desde dentro este proceso que confunde, atrapa y desgasta, y por qué no es fácil salir de él.
Violencia de género: cuando el amor se convierte en control
La violencia de género no es un asunto privado, ni un “problema de pareja”, ni una suma de discusiones subidas de tono. Se llama así porque se enmarca en un tejido social donde durante siglos se ha colocado a las mujeres en un lugar de subordinación. El famoso “sexo débil” no es una realidad biológica, sino una construcción cultural que ha servido para justificar desigualdades y legitimar violencias.
Por eso hablamos de violencia de género: porque no es un hecho aislado ni un mal carácter, sino un fenómeno que bebe de un sistema patriarcal que autoriza —explícita o implícitamente— que un hombre pueda dominar, controlar y anular a una mujer en la intimidad.
Pero más allá de la definición social y legal, lo que me interesa aquí es acercarte a cómo se vive desde dentro. Porque el maltrato no empieza con un puñetazo. Empieza con pequeñas grietas, con bromas hirientes, con silencios que pesan, con control disfrazado de amor. Y sobre todo, deja la herida más profunda en lo emocional. El objetivo de hoy es que nos acerquemos a lo íntimo, porque lo que más duele no es la teoría, sino cómo se siente y vive por dentro el maltrato. Cómo una persona va pasando de sentirse amada a sentirse anulada. Porque si no entendemos ese proceso, siempre nos quedaremos con la pregunta injusta: ¿por qué no sale de ahí?
El comienzo nos marca, lo que sigue también
El maltrato no empieza mostrándose como tal. Esto es algo que cuando empezamos a tomar conciencia de dónde nos encontramos tendemos a reprocharnos: cómo no me he dado cuenta. Esa tendencia a la culpa no tiene en cuenta el comienzo de todo. Porque al inicio, muchas veces lo que aparece es todo lo contrario: un despliegue de encanto, atenciones y promesas. Lo que hoy llamamos love bombing.
Andrea lo sabe bien. Recuerda cómo Mikel parecía perfecto: detallista, apasionado, siempre pendiente de ella. Ese inicio brillante es lo que después la sostendrá, lo que la hará creer que “él puede volver a ser así”.
Y aquí está la trampa: lo que parecía amor era la antesala de otra cosa. Poco a poco, las promesas dejan paso a gestos distintos, casi imperceptibles al comienzo. Y es ahí cuando empieza a tejerse la red.
La forma de violencia más frecuente no es la física, aunque sea la que más ruido hace. La herida más profunda es la emocional. Las humillaciones, el control, la invalidación constante, el miedo sembrado día a día.
La violencia psicológica se infiltra como un veneno lento:
Te ridiculizan con bromas que no hacen gracia.
Se cuestionan tus decisiones hasta hacerte dudar de ti.
Se controla tu tiempo, tus amistades, tu dinero.
Se justifican los celos como una prueba de amor.
Se reescribe la realidad hasta hacerte creer que lo que has visto u oído nunca ocurrió.
A esto se le llama gaslighting, y es una de las formas más potentes de manipulación: cuando empiezas a desconfiar de tu propia percepción, quedas atrapada en la versión del otro.
Y no, no exageras.
Andrea lo vive en lo cotidiano. Cuando él hace un comentario cruel delante de amigos y luego le dice “no sabes encajar una broma”. Cuando después de un enfado prolongado él vuelve con ternura, como si nada hubiera pasado, y ella empieza a preguntarse si realmente fue tan grave. Cuando duda de lo que escuchó porque él insiste una y otra vez: “eso no lo dije”.
Y aquí ocurre algo clave: cuando dejas de confiar en tu propia percepción, la única brújula que queda es la suya.
Lo que parece un episodio aislado es, en realidad, la entrada a un ciclo que se repetirá una y otra vez.
La rueda que nunca se detiene: el ciclo de la violencia
Cuando hablamos de maltrato no nos referimos a episodios aislados, sino a un proceso que se repite, con fases que giran una y otra vez como una rueda. Esa rueda atrapa porque no siempre duele: también ofrece alivio, ternura y momentos de aparente calma. Y precisamente esa mezcla es la que engancha. Veamos las fases con el ejemplo de Andrea:
Andrea lo vive sin darse cuenta. Al principio solo nota que Mikel cambia de humor: un gesto seco, un silencio que se prolonga más de lo habitual. Ella se esfuerza por anticiparse, por no molestar, por medir cada palabra. Camina de puntillas, esperando que no estalle. Eso es la primera fase: tensión acumulada.
Después llega el momento donde todo explota. Puede ser un grito, un insulto, un portazo que la deja temblando. Andrea se queda aturdida, no entiende nada, con el corazón acelerado, intentando recordar qué dijo, qué hizo, qué falló. Esa es la explosión.
Pero tras la tormenta, llega la calma. Mikel vuelve arrepentido, cariñoso, convencido de que no quiso hacerlo, de que el trabajo, el estrés, el cansancio… Andrea lo escucha, y con el perdón aparece el alivio. Es la llamada fase de reconciliación o luna de miel.
Y así, la rueda vuelve a girar. Cada vez más rápido, cada vez con menos espacio para la calma. La tensión regresa, la explosión sacude, el arrepentimiento reconquista. Hasta que Andrea ya no sabe dónde empieza ni dónde termina el ciclo.
Lo que engancha no es solo el miedo, sino el contraste. El cerebro se acostumbra a moverse entre el dolor y el alivio, entre la amenaza y la calma. Ese vaivén genera una dependencia muy similar a la de una droga: la misma persona que causa el daño es la que ofrece el consuelo.
El vínculo paradójico: ¿por qué no se sale de ahí?
Desde fuera parece fácil: “si te trata así, vete”. Desde dentro, la lógica es otra. Hemos hablado de cómo la misma persona que nos genera dolor es fuente de alivio, y eso, genera un enganche. La mujer empieza a fusionarse con el agresor. Aprende a pensar como él, a justificar sus reacciones, a anticiparse a sus enfados. Poco a poco, deja de reconocerse a sí misma.
Que quede claro: esto no ocurre porque ella no quiera salir. Ocurre porque su cerebro vive en un estado de supervivencia. Miedo y alivio, miedo y alivio. Y cuando todo tu sistema nervioso está secuestrado por esa dinámica, la sensación es que no hay salida. Es que estás al merced de lo de fuera, adaptando tu estar en el mundo a la reacción.
Es aquí donde aparece la indefensión aprendida: la creencia de que hagas lo que hagas, nada cambiará. Y en medio de ese dolor, surge la paradoja: para sobrevivir, a veces se idealiza al agresor. No porque se sea débil, sino porque la psique necesita aferrarse a algo para soportar lo insoportable.
El amor que confunde
Y volvemos al inicio. A esas promesas falsas, a ese love bombing. Hemos visto que esta contradicción generará en la víctima una realidad polarizada: lo insoportable y el alivio. Nuestra mente, atrapada en el ahora y en la supervivencia, cada vez más dañada por la fuerza del maltrato, por la anulación y la indefensión de sentir que da igual lo que hagamos porque nada cambia, se aferra a la idealización para seguir adelante.
Y esa idealización se mezcla con la memoria del inicio. El recuerdo del “príncipe azul” que parecía perfecto. Esa primera versión de él se convierte en la meta imposible: “quizás vuelva a ser como antes”.
Y así, cada disculpa, cada gesto tierno, parece la confirmación de que todavía hay esperanza. Y nuestro cerebro dará peso y reafirmará estas micromemorias, intentando relegar lo doloroso al inconsciente. Autores hablan del síndrome de Estocolmo en pareja, esa adaptación paradójica donde la víctima llega a empatizar con quien la maltrata. Y aunque en cierto modo describe lo que ocurre, no hay tal “romanticismo” en este lazo: lo que al inicio parecía amor no era más que una máscara. Lo que queda ahora es la dinámica de control.
Lo paradójico es que cuanto más daño recibes, más necesitas esos momentos de alivio. No porque sean grandes, sino porque son el único refugio que queda en medio de la tormenta. Y ahí es donde la dependencia se afianza.
Las máscaras del agresor
No todos los hombres que ejercen violencia lo hacen de la misma manera. Y aunque el apartado de hoy no tiene la intención de perfilar al agresor, sí que quiero dar cuenta de dos perfiles que más veo en el acompañamiento de mujeres víctimas de violencia:
Del narcisista clásico se habla mucho en redes, y suele ser el más reconocible. Su poder se alimenta de la superioridad: ridiculiza, humilla, se muestra sarcástico y grandilocuente. Pero lo que más atrapa no es solo lo que hace dentro, sino la doble máscara que sostiene fuera. Hacia los demás suele ser encantador, educado, incluso admirable. De cara a la sociedad es “el buen chico”. Y ahí está la trampa: cuando la víctima intenta contar lo que ocurre en casa, lo que recibe con frecuencia es incredulidad. “¿Él? imposible, si es encantador”. Esa brecha entre lo que se vive en privado y lo que se ve en público mina la confianza de la mujer y la aísla aún más.
El límite, en cambio, se mueve en otro registro. Aquí no hay una máscara pulida hacia afuera, sino un desborde caótico hacia adentro. El control no llega desde la arrogancia, sino desde la carencia y el miedo al abandono. Genera escenas de celos extremos, busca una reacción a toda costa —aunque sea negativa— para confirmar que le importa. Amenaza con hacerse daño, suplica que no lo dejen, se aferra desesperadamente. No disfruta del dolor, pero lo provoca como estrategia para retener. Y lo que observo en consulta es que muchas mujeres quedan atrapadas no tanto por el miedo, sino por la pena: sienten que si se van, él se hunde. Terminan justificando sus reacciones desde su historia de vida: “es que sufrió mucho de niño”, “en el fondo solo tiene miedo”. Y esa compasión se convierte en otra cadena.
Distintos estilos, mismo trasfondo: el control. Ya sea desde la máscara del narcisista o desde el caos del límite, la consecuencia es la misma: anular a la mujer, desgastar su confianza y atraparla en una dinámica donde su vida gira alrededor de los estados de él.
El hilo conductor: la manipulación emocional
Estábamos entonces aquí: la mujer… cada vez más silente, más adaptada a las reacciones del otro, atrapada en un proceso de anulación que avanza sin que ella lo perciba del todo. Y así es como la vivencia en la intimidad se gesta: poco a poco, su voz se apaga, su percepción se debilita y su vida empieza a girar en torno a las emociones y exigencias del agresor.
En el ejemplo de Andrea, vemos cómo lo vive cada día. Si Mikel la ridiculiza delante de amigos y luego le dice que “no sabe encajar una broma”, ella calla. Si él niega algo que ha dicho —aunque Andrea recuerde claramente haberlo escuchado—, ella empieza a dudar de sí misma. “¿Y si realmente me equivoqué? ¿Y si estoy exagerando?”.
Eso es lo más cruel de esta forma de violencia: no hace falta un grito ni un golpe para quebrar. La manipulación actúa en silencio, va borrando certezas, sembrando dudas. Hasta que la víctima deja de reconocerse en lo que siente y empieza a mirar la vida con los ojos del otro. Porque cuando ya no confías en tu propia percepción, te quedas a la intemperie. Y la única brújula que queda es la suya.
Por eso quiero dejarte aquí un vídeo que muestra uno de los fenómenos más duros y frecuentes en esta dinámica: el gaslighting. Esa manera de torcer la realidad hasta que dudas de tu memoria, de tus palabras, de ti misma. Lo traigo porque refleja con claridad lo que ocurre dentro, ese desconcierto que tanto atrapa y que tanto duele.
Y quizá ahora entiendas por qué no se sale tan fácil de ahí. Porque no es cuestión de fuerza de voluntad, ni de “querer abrir los ojos”. Es que cuando vives atrapada en este vaivén, cuando tu brújula interna se apaga y la única referencia es la del otro, el mundo se vuelve un laberinto. Y en ese laberinto, cada gesto tierno, cada disculpa, se siente como aire para respirar.
Si has vivido algo de esto, si lo que has leído te resuena, quiero que sepas algo: no estás sola. No estás exagerando, no eres débil, no es tu culpa. Has hecho lo que has podido para sobrevivir en un entorno que te anula, y eso ya habla de tu fuerza.
La violencia de género hiere, confunde, atrapa… pero no borra tu valor. Lo que duele no define quién eres. Y aunque ahora te parezca imposible, hay un después, hay un camino hacia una vida distinta.
Que estas palabras sirvan al menos para poner nombre a lo que tantas veces queda en silencio. Para recordarte que tu voz importa, que tu percepción es válida, que tu vida merece ser vivida en libertad.
Porque el amor nunca debería confundirte ni anularte. El amor, el de verdad, nunca te hace pequeña.
Un abrazo,
Maitane.
